lunes, mayo 08, 2006

 
Mi último recuerdo vívido es el de la imagen lejana de la arboleda. Me senté apoyado en el tronco de un pino gigante y me quedé pensativo, mirando al vacío, y rodeado del peculiar olor a resina y a tierra mojada.

Allí mismo, a lo lejos, rompiendo el horizonte, se abrió la realidad con un estruendo. De la nada surgió la visión de un niño con rostro fruncido a la orilla de una playa azul violeta. El niño llevaba un bañador con el dibujo de un cangrejo. Jugaba a hacer castillos de arena y se giraba para comprobar que su madre seguía allí; y allí seguía. De la seguridad que da saber que te vigilan, pudo centrarse en los efluvios de la lengua salada en sus mejillas polvoreadas.

Justo después de reconocerme, me deslicé por el tronco del árbol. Noté las duras estrías de su corteza a lo largo de mi espalda y acabe estirado, justo delante, sintiendo la mullida hierba y mirando al cielo de un azul intenso y limpio, refrescante, el que sólo aparece después de una tormenta.

Fue entonces cuando el lecho del bosque me acogió como a un hijo. Cubriéndome de hojas enrojecidas, disimuló mi piel tornándola oscura y fértil. El olor a tierra detuvo mi corazón para que, días después, una cálida llovizna pudiera drenar todas mis penas; enviándolas más abajo del manto terrestre para acabar desechas, por fin, por la lava que todo lo mueve.



"Conflictos". Psicorelatos, 2007.


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