martes, julio 17, 2007

 

Una hoja en blanco


Por Carlos Cubero



Se rumorea que Quim Monzó no puede tomar su dosis de antipsicóticos a la hora de escribir. Para ser precisos si que puede pero no quiere porque su genio, esa habilidad para conjugar temas tan dispares como el sexo tántrico y una bolsa de palomitas, se desvanece cuando sus tics motores se disipan por efecto de los psicofármacos.

Se rumorea que Quim Monzó sufre el Síndrome de Gilles de la Tourette, una afectación neurológica congénita que se caracteriza por la presencia de movimientos involuntarios repetidos y sonidos vocales (fónicos) incontrolables e involuntarios. Oliver Sacks ya advirtió ese dilema en forma de doble efecto. Ray, el ticqueur ingenioso, padecía el mismo trastorno pero mucho más acusado. El Dr. Sacks pensó que si la L-Dopa despertaba a los pacientes con postencefalitis letárgica podría utilizar una sustancia antagónica que provocara exactamente el efecto contrario.

Ray acabó sobrio de haroperidol pudiendo llevar una vida normal y aburrida. Su sueños eran arquetípicos y tediosos y su pensamiento tranquilo y denso, como el fluir del aceite por los canalones de una mente educada y circunspecta. Se quedó huérfano de extravagancias y acabó asqueado por la privación forzosa de sus explosiones nerviosas y magníficas improvisaciones. El Haldol le brindó una vida pausada, liberado de su dolencia y, a su vez, de la genialidad que lo acompañó desde su más tierna infancia.

Como ser normal y educado es una auténtica mierda, Ray decidió tomar haroperidol los días laborables y disfrutar de la ebriedad de su ausencia los fines de semana. Y acabó felizmente siendo dos Rays: el Ray ingenioso y disparado, y el cabal trabajador y diligente padre de familia.

Ray era un virtuoso de la batería, famoso por sus súbitas improvisaciones en el grupo de Jazz de su pueblo; Quim Monzó es un escritor de fama mundial, un universal de las letras catalanas; y yo... Yo nunca he tenido pánico a una hoja en blanco porque nunca he sentido la presura mental del que tiene que encontrar una idea atractiva o delirante, una consistencia interna decente, un narrador de conciencia acotada, un cambio de ritmo, o una aceleración propia del que disfruta de un acceso nervioso de sensaciones profundas, íntimas y reveladoras.

Yo no soy un genio y no tomo antipsicóticos, por tanto, no puedo dejar de tomarlos. Simplemente ha llegado a mí un intenso gusto por la contemplación de unas manos aniñadas arropadas por un paisaje gótico, silencioso y claroscuro. Mi desgana es, en definitiva, el efecto subsidiario de una Afección Mucho más OrdinaRia.




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