jueves, noviembre 13, 2008

 

Por Carlos Cubero



Si pudiera empezar de nuevo procuraría negociar cuidadosamente las reglas del juego. No soy un viejo en el ocaso de mi vida y no me arrepiento de nada. Bueno, sí; de algo sí. Hay cosas que pueden parecer nimias para el resto de la gente, pero yo las tengo grabadas a fuego y me recuerdan que soy vulnerable. A pesar de las formas rígidas, defensivas y hostiles que me definen, soy una persona vulnerable. Me refiero, por supuesto, a el día que hice albóndigas con canela a una admiradora de Sergi Arola.

Me desagrada, sin embargo, saber que puedo sentir cuando recuerdo. Porque quiero sentir sólo plenitud y quiero dejar los recuerdos dolorosos para los que componen canciones desgarradas.

A mí no me envían de nuevo para no saber de qué coño va todo esto. Los que miramos mucho al cielo somos los nostálgicos de otras formas de existencia. Algunos se hacen llamar astrónomos, otros meteorólogos, otros tetraplégicos, pero a todos se nos ha impuesto cumplir una misión y nos empujan hacia el mundo de los sentidos concretos para lo que ellos llaman "elevar nuestro espíritu desde la carne".

Pero es una imposición. De verdad. Nos empujan literalmente para aterrizar en una desagradable primera bocanada de aire. No espero revueltas ni quiero empujaros a la sedición. Aquí no quiero malentendidos porque podría acarrearme problemas eternos. Sólo comprended que en un día como hoy - de pies fríos y párpados pesados - sienta cierta indignación.







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Nosotros ensuciamos nuestros recuerdos infantiles. Es un ruido inevitable en nuestras conversaciones sobre nuestro pasado provocado por familiares y amigos entrañables. Nos hablan de nuestra infancia - de nosotros mismos - para acabar deconstruyendo lo que realmente somos, lo que realmente fue. Dicen, sin embargo, que ese es un mal necesario, porque más allá de la deconstrucción está la nada simbólica; la animalidad de un puñado de sensaciones dispersas, básicas y estúpidas propias de los que no han sido socializados.

Mi control de esfínteres era ejemplar y disfrutaba de la luz estival en las playas de Tarragona. En esta foto puede apreciarse mi absoluto asombro en el regazo de mi madre. Todos creerían que era sólo un niño ensimismado, tranquilo, contemplativo, pero no: era un rebelde desorientado calzando unas incómodas sandalias de goma.

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