lunes, abril 23, 2007

 

Un sacerdote de postín

Por Carlos Cubero


I



¿Quién quiere acariciar una mano anciana? Nudosa y de venas ennegrecidas y obturadas, de piel acartonada; de pigmentación alterada y tendones amarillentos. Son las manos del que se agita al compás de una muerte que ya afila la guadaña.


******


No pudo evitar disfrazarse de sacerdote y dirigirse con decisión hacia la unidad de enfermos terminales. No tuvo que buscar a nadie porque su sola presencia fue el cebo perfecto. Sólo tuvo que pasear con el semblante serio, con sus manos en la Biblia y con la mirada agachada y concentrada.

- Es aquí, Padre - Dijo una voz anónima, asomando la cabeza desde una de las habitaciones. El ahora sacerdote entró en la habitación 324 y pudo ver a un hombre viejo de facciones calavéricas, de ojos saltones que, mirando al techo, yacía en una cama de sábanas blancas.

El sacerdote de postín se santiguó, le cogió la mano y le susurró:

- Hijo mío, llego a ti en tus últimos momentos.
- Me gustaría que pudiera sentir lo que siento en estos momentos, Padre – Dijo con una voz apagada.
- ¿Tienes miedo a cruzar al otro lado y unirte a nuestro Señor Jesucristo?
- Hijo mío...No sé si será por los trombos o por la medicación...Pero esta sensación me resulta familiar…
- ¿Familiar?
- Sí…- Dijo mirando al techo - La sensación de serenidad ante la inmensidad de un precipicio, ante la solemnidad de un pesquero a toda máquina viniendo hacia ti. En ese contraste, se encuentra la verdad de lo que siento – Su voz se entrecortaba y con esfuerzo prosiguió - Hijo mío, si sintieras lo que yo siento…Qué pocas dificultades verías en la vida. Serían tan sencillas como respirar y procurarte oxígeno. Qué fácil te resultaría todo si entendiera la gente que va a morir…
- Yo sé que voy a morir, lo he sentido tantas veces...Y no consigo desprenderme de los miedos. He visto en la muerte mi final más feliz...Yo he querido morirme como he querido dormir eternamente, quedarme en un estado somnoliento, donde sólo… - Y no siguió hablando porque la mano del anciano cedió para luego agarrotarse y perder toda flexibilidad vital ante la mirada agotada de sus familiares.

El sacerdote no soltó su mano. La cogió con fuerza y respiró hondo.



II



Dicen que si coges con fuerza la mano de un moribundo, si cierras lo ojos mientras abrazas el frío acero de la guadaña, puedes visualizar el flujo del vida elevarse como una aurora boreal, pero más densa, más cálida e igual de silenciosa. Si coges con fuerza una mano moribunda y anciana, puedes sentir en tu cuerpo los últimos latidos irregulares de su corazón, oír como su torrente sanguíneo cede y retrocede como un viejo cañaveral de un pueblo abandonado.
Y es entonces donde puedes ver a la muerte, honesta e inapelable; atareada pero tranquila y sin presuras:

(Muerte) Tú y yo somos viejos amigos.

(Sacerdote de postín) Le explicaré, como a un improvisado tribunal, que no quiero vivir. No quiero luchar y sólo saco mi genio cuando alguien insinúa o me ordena que debería hacerlo. Abrázame y rodéame con tu manto porque no hay nadie que me espere ni nadie que vaya a llorar mi pérdida. Si lo hacen yo no les responderé en mi partida. Envuélveme en tu manto y llévame en tu barco, crucemos la ciénaga como antaño hicimos. Hablaremos en su travesía acogidos por la densa niebla y los fuegos fatuos y podrás explicarme todas las historias de los recién llegados temblorosos y desconcertados, de los ilustres que se creían alguien y quedaron desnudos ante tu presencia...
Por favor, llévame contigo, porque quiero escuchar todas tus historias mientras me llevas a la habitación de los que regresaran de nuevo y obséquiame con un pasado menos denso y menos frío.

(Muerte) Pero mírate. Tu corazón enérgico y el blanco de tus ojos. Mira tus manos, mira tu piel tersa y tus niveles de colágeno. No eres un súbdito y no he escuchado tu llamada. Ahora suelta mi mano.

Y la Muerte se deshizo de la mano del sacerdote de postín con un movimiento repentino, acompañado de un sonido parecido al de un móvil de cañas de bambú justo después de un portazo.



III



El joven sacerdote se desplomó ante la mirada atónita de los presentes. Mientras rezaba por el alma del que debía abandonar el mundo de los vivos, cayó de bruces encima del anciano. Sin causa aparente, el corazón joven y atlético del sacerdote dejó de latir y nadie pudo explicar porqué.

Sucedió que, justo cuando la Muerte giraba y se disponía a llevarse al digno beneficiario de sus servicios, el falso sacerdote se abalanzó contra ella y en un rápido movimiento - como el de un niño caprichoso que se zafa de su madre para coger una piruleta - se introdujo en sus amplias y roídas ropas negras, introduciendo sus dedos entre sus costillas y anudando sus piernas en su columna vertebral.

Y pudo alejarse en el bote de la Muerte - como un vulgar polizón - con el cálido olor a hueso y a médula esponjosa, retorcido en un mar óseo donde ya nadie vendría a buscarle. Al asomarse por entre las ropas, pudo ver la ciénaga con sus aguas de mercurio, parecidas a los canales de un emperador del Siam, pero rodeado de una densa niebla y con la aureola de un fanal negro de hierro forjado que se mecía mientras la muerte hacía sus funciones de gondolero gótico en las aguas que no descienden de la montaña; las aguas que nunca van a parar a ningún sitio.




*******

Mirar:

• Precios y lugares donde comprar disfraces. Saber si es posible comprar un disfraz de sacerdote y saber su precio.
• Saber en qué planta del hospital están los terminales (no es necesario personarse).
• Revisar el libro de los muertos (es un tostón críptico y esquizofrénico).
• Revisar la concepción de Quevedo sobre la muerte.
• ¿Cómo coño se llamaba el emperador del Siam que hizo de su tumba una recreación a escala de su imperio con todo un ejército y con canales de mercurio?



IV



Hola, soy yo, el autor de todo esto. Disculpad la intromisión. Basta de mentiras y de derivar sentimientos. Basta de mentiras porque nadie en su sano juicio compraría una sotana, se iría a un hospital y le agarraría la mano a un moribundo. Nadie miraría a la Muerte cara a cara y soltaría una parrafada como la expuesta. Diría algo más bien como “Joder, estás en los huesos” o “ ¡Ayyyy!¡Qué miedo pefiedo da muedte!”. Luego recuerdas las palabras de Quevedo sobre la muerte y te das cuenta de que no tienes ni su prosa, ni su poesía, ni la mala leche de un cojo.

Todo empieza porque estás harto y te quieres morir. Pero lo controlas y no dices nada:

1 – Para no parecer un suicida.
2 – Para no parecer un parasuicida.
3 – Para no parecer un depresivo.
4 – Para no tener que soportar la exposición de filosofías baratas de cada uno de los que escuchen tus palabras.
5 – Por pereza.

Este último es el más importante. Cuando explicas estás cosas - las cosas que te duelen y te queman por dentro - tienes que organizarlas y darles un sentido. Vamos, tienes que deglutirlas. Al organizarlas y decirlas te ves empujado a la superación de tu dolor. Y no me da la gana.

Yo sólo tengo ganas de dormir y no puedo porque tengo un cuadro ansioso. Escucho pitidos y tengo ganas de vomitar. Mientras, no puedo conciliar el sueño porque la echo de menos y no quiero pensar en ella.

Luego te inventas la historia de un límite que se parece a ti, sólo que para que cuadre con el trastorno limite de personalidad lo pones mucho más explosivo y agresivo, le añades una amnesia psicógena, le obsequias con una visión desgarrada y descreída del mundo y te inventas una puerta. Esa puerta, la de la fuga psicógena, es una puerta que sólo conoce la mujer que amaba. Luego le pones una moneda - un stravlon del siglo XIV - porque los límites están tan confundidos que a veces toman decisiones al azar.

Yo no voy a abrir mi puerta a nadie. Ni tan siquiera voy a sugerir su contenido. Intuyo lo que hay dentro y hay más cosas (y diferentes) a la de una hipótesis del noventa por ciento.

Sí, para los que os gusta el psicoanálisis y no tenéis ni puta idea (como yo), la puerta es el subconsciente. Sí, está llena de mierda; te aporrea tu yo de forma despiadada y te salen granos en la cara. Luego, como sigue aporreando, te los tocas, te los revientas y te sientes angustiado por haberlo hecho.


V



Puedes follarte a toda mujer que te lo proponga para superar su perdida. Igual te lo pasas bien y sientes excitación, pero cuando acabases sólo tendrías ganas de salir pitando. Vamos, ni me toques porque no puedo quererte. No sentiría dulzura, ni amor, ni nada parecido. Simplemente querría irme a mi casa porque me sentiría más vacío que antes.

Mi amigo Ramón me comprende. Me comprenden muchos pero creo que mi amigo Ramón más que nadie porque es un convulso como yo. Ha estado ingresado y tiene habilidades verbales para parar un tren. Y me comprende.

El sexo por el sexo es el camino de la perdición porque se aleja de nuestros referentes. Nosotros queremos ser como nuestros padres. Incluso cuando no queremos serlo, lo que realmente queremos es ser como ellos. Entre ellos no se dicen cosas como “cariño, amórrate al pilón y luego déjame dormir”….No. Entre ellos se dicen “te quiero” y luego los escuchas en la habitación haciendo el ñigui –ñigui (expresión infantil que jamás pensé que podría poner en un escrito).

El caso de mis padres es un poco peculiar. Mi madre obliga a mi padre a decirle “Buednas nochdches, madi Cadmen”. Mi padre, ante tanta insistencia y para poder dormir de una (puta) vez, tiene que rebajarse y acabar hablando como un gangoso. Lo hace entre risas (risas...aquí quiero poner giggles… que es esa risilla sexual alejada de una carcajada…Pero no encuentro una traducción exacta) y luego se abrazan y se quieren más.

Yo quiero eso.



VI



Me ha preguntado si aun será el referente de mis escritos, si aun podrá verse reflejada en ellos. Pues aquí me tenéis: marcando una escisión en un relato breve sobre mi encuentro con la muerte y hablando de ella, porque es de las pocas personas que realmente quiero.

Si la veis por ahí y os pregunta, no le digáis que leisteis mis palabras. Haceos los suecos y cambiad de tema. Os vais silvando (os recomiendo She moves through the fair, porque para los que podemos silbar en agudos podemos clavar el sonido de un fiddle) y decidle que nada nuevo hay escrito. Decidle que Carlos, aquí presente, ha decidido colgar las botas. Luego veréis que es una preciosidad y tiene una clase fuera de órbita. Pues sí, me quiso a mí en su día. Se enamoró de mi y mi quiso a pesar de mis defectos y de mi lengua viperina. A pesar de ser un cáustico sin futuro y con el ego hipocinético de una tortuguita. A pesar de una alopecia galopante y a pesar de los pesares me quiso y se enamoró de mí. Y yo de ella.

Voy a ver si puedo echarme una siesta...

Y quererla en mis sueños.

Aunque sea un ratito.

martes, abril 03, 2007

 

LIMITES

Por Carlos Cubero



I


Le hubiera reventado la cara a hostias. Suelo ser un hombre civilizado y procuro medir mis formas, pero que un mocoso imberbe y adolescente me tirase una bola de papel en la espalda mientras leía a Frédéric Beigbeder era algo que no podía tolerar. La narrativa de Frédéric tiene ese don para atraparte en su espiral de violencia y autodestrucción desde la opulencia. Si hubiera estado leyendo a Brian Weiss hubiera sentido algo como "pasaran dos vidas más para que este muchacho aprenda lo que es el respeto al prójimo y a sus mayores". Pero desafortunadamente, leía a Beigbeder, y mientras me tomaba mi café con leche de las cinco de la tarde, ese muchacho debía pagar por su osadía.

El mocoso se sentía arropado por el grupo y se sentía poderoso porque no estaba solo. Eso suele suceder en los seres humanos: cuando estamos en grupos nuestra voluntad y nuestra vergüenza se diluye como un azucarillo en café hirviendo.

Lo mismo sucedió hacía dos semanas: todo el vecindario escuchó los gritos de Jéssica aquella misma noche. La estaba forzando un hombre oscuro y perverso, y Jéssica no paró de chillar desesperada a las dos de la madrugada. Venía del trabajo y no hubo nadie que moviera un dedo, nadie que bajara a echarle una mano mientras aquel canalla le arrancaba las ropas y pasaba su lengua por su cuello. Todo el vecindario tenía miedo porque sabían que aquellos chillidos eran demasiado reales como para buscar una explicación alternativa a lo que estaba sucediendo. Pero nadie se decidió a bajar a ayudarla porque todos llegaron a la conclusión de que el vecino -sino uno, otro - acabaría llamando a la policía. Lo hicieron, pero demasiado tarde, cuando los chillidos cesaron justo después de un sonido seco, como el de una piedra grande contra el asfalto.

De la misma forma, el acto del mocoso quedaba amparado por su grupo de referencia - los allí presentes - porque cada uno de ellos podría compartir la responsabilidad de la autoría. Funcionarían como un todo porque el que lanzó el papel a mi espalda era un criminal oculto y anónimo.

Pero no podía permitir que un niño aprendiera que este mundo existe la impunidad ante nuestros actos y por eso mi reacción inicial hubiera sido la de acercarme allí y abrirle la boca de un puñetazo para acabar depositando su gracioso papel en su boca plateada de correctores. No quiero con esto hacer un ejercicio de hipocresía porque mis intenciones no eran pedagógicas, eran plenamente pulsionales.

Pero el muchacho tuvo suerte de que su irrigación facial fuera densa y reactiva. Al girarme, pude ver que estaba avergonzado, dándome a entender que sentía haber hecho mal. Lo supe porque al girarme se había sonrojado visiblemente, no me dirigió la mirada y esgrimió la ya conocida sonrisa defensiva; esa sonrisa heredada de nuestros ancestros que nos recuerda que sonreír es enseñar los dientes, es prepararse para una defensa activa mordiendo cualquier cosa que ose atentar contra tu vida. Su reacción lo delató pero a su vez lo humanizó ante mi mirada encendida.

Pero su suerte fue definitiva porque hice girar la moneda que todo decide; y rodó y rodó en la mesa, y aunque parecía que iba a caer al suelo acercándose temerariamente a los bordes, siguió girando como una peonza caprichosa y coqueta; y giró y giró, emitiendo el ruido hipnótico del peso de la plata en una superficie de madera barata; y giró y giró hasta que la frecuencia de su sonido se elevó hasta el infinito del silencio enseñándome una de sus caras.

Y fue la cruz, la cruz de lo prohibido y de la contención; la Cruz del "no debes" la que me dijo que era hora de buscar otro escondite para seguir leyendo las desventuras del publicista cocainómano.



II



Me pregunto si la culpabilidad y el remordimiento son proporcionales al número de personas que comparten la responsabilidad de un acto negligente. Dudo que haya ninguna ecuación que pueda predecir cuán culpable serás si ves a un niño moribundo en la calle y, a su vez, estás rodeado de diez, veinte, doscientas personas.

No creo que ninguno de los negligentes vecinos vaya a ir al cielo. Creo que tendrán que nacer doscientas veces más para poder limpiar sus pecados aquí en la Tierra. Cada uno de ellos tendrá que nacer mujer, volver sola del trabajo y que un desconocido maloliente con rasgos psicopáticos le desgarre los genitales sin venir a cuento. Todos ellos, los que escucharon y no supieron que hacer, los que sabían que hacer y no quisieron saber lo que tenían que hacer, a esos les espera una vida donde experimentar en las propias carnes que se siente cuando no hay salida y solo necesitas un grito desde un balcón, una voz amiga que grite "¡hijo de perra, sabemos quién eres!".

Yo no quiero caer en los sesgos para aplacar la verdad y el horror. No quiero escuchar ni un atisbo de duda sobre la valía y adecuación de Jéssica. La gente suele caer en esos sesgos culpando a la víctima porque no pueden soportar la idea de que a ellos podría haberles sucedido lo mismo. Si en ella recae la responsabilidad de lo sucedido significa que nosotros podemos ser dueños de lo que nos sucede. Decir que Jéssica no tuvo que caminar a esas horas de la mañana, significa que, si nosotros no caminamos a esas horas de la mañana, no nos tiene que suceder lo que a ella le sucedió. Pero eso es una patraña. Culpabilizar en mayor o menor grado a la víctima es crear un mundo donde nosotros ejercemos un control absoluto sobre los sucesos que se nos avecinan. Pero no sólo es una falacia sino que un pensamiento perverso y lleno de mierda.
Jéssica tenía los ojos preciosos y era muchacha grácil y bonita. Si pudiera dar forma fálica a la frase "algo habrá hecho" creo que empalaría a toda una generación de mentes acomodadas y decimonónicas.

El panorama en la "Tasca de L'Oncle Antoni" no mejoró demasiado. Sustituí a un mocoso impertinente por dos borrachos chillones que se disputaban su hombría hablando de sandeces. Uno de ellos era Cándido, un mecánico aficionado al carajillo y a la copa de Coñac matutino. Era un gritón y no tenía modales, pero a mí me respetaba y hacía caso de lo que le decía: si hablaba de su disconformidad (a grito pelado) de una huelga, le recordaba que era un asalariado y un firme candidato a quedarse sin empleo; si me hablaba de que su mujer era una guarra, le recordaba que le había soportado durante años y era la madre de sus hijos. Él siempre me respondía con un "ya, ya lo sé" de voz apagada y dependiente.

El otro era Padilla, un borracho consumado que se ponía agresivo cuando bebía su enésima copa. No superaba el metro sesenta, pero cuando bebía se envalentonaba percibiéndose como gigante y omnipotente. Era un imbécil, porque en esa falsa omnipotencia hacía observaciones inadecuadas sobre las mujeres, sobre el fútbol y sobre mi persona. Una vez me dijo que detrás de mi apariencia formal y circunspecta había un juerguista consumado. Lo decía atizándome el hombro con el reverso de la mano y me pareció ofensivo. De hecho, me pareció ofensivo porque tenía una forma ofensiva de tratar a sus semejantes. Le hubiera partido la cara.

Ellos seguían con sus disputas y yo, mientras procuraba centrarme en la lectura, encendí el enésimo cigarrillo empujado por la inercia y por la desgana del que siente un vacío crónico.

Debería replantearme este maldito vicio. Si me dicen que el fumar es una conducta autodestructiva, les daría la razón; si visualizo mis pulmones ennegrecidos y los alveolos saturados de nicotina y aldehídos, mi visión será del todo cierta. Por eso, debería haberme replanteado la decisión de encender un cigarrillo que no acababa de apetecerme. Pero acabé haciéndolo porque, para esas cosas, la moneda no dejaba de girar y nunca reposaba.

No era ella la encargada de regir las nimiedades de mi existencia.



III



Poner una cara anónima a la víctima es despersonalizar el sufrimiento. Es la mar de cómodo, lo sé, pero es mentira. La verdad de las cosas florece cuando a la víctima le pones la cara de la mujer que amas, o la de tu madre, o la de tu hermana, o la vecina del quinto de la que estás enamorado y no te atreves ni a darle los buenos días. Cuando hay un muerto en la carretera, ese es tu padre, el que se rompió el culo trabajando para que tú pudieras tener una bicicleta el día de los Reyes Magos; el mismo que se vio obligado a comprarte un Transformers a sabiendas de que te iba a durar dos días; el mismo que viste llorar cuando tu hermano se rompió los dientes en el salón de tu casa. Ese hombre yace en el suelo con estertores y acaba de tener un accidente. De la misma forma, Jéssica era tu hermana, tu novia, tu madre, la mía, la de todos, la del quiosco que te regala chicles, tu profesora de Álgebra (la que despertó tu sexualidad), Mrs Shivery (la de los ojos infinitos), Antonia (la vecina que te regalaba hojas de laurel para las lentejas), Hortensia (a la que le pusiste un petardo en el buzón). Todas ellas han sido violadas y su llanto ha sido apagado con una piedra.

A mí el murmullo y el griterío no siempre me molesta. De hecho, podía incluso promover la concentración para el estudio o la lectura. Sigue sin gustarme el silencio, porque la ausencia de estímulos me obliga a pensar por mí mismo, a ser el único espectador de las imágenes de mi mente. Es por eso que no me gusta dormir con la luz apagada, ni me gusta dormir sino es escuchando la radio, viendo un reportaje, o hablando con la mujer que comparte mis sábanas.

De vez en cuando, tenía que levantar una mirada de odio para dar a entender a los dos energúmenos que hablar bajo, como las personas civilizadas, era también una forma de comunicación. La situación en el bar, sin embargo, empeoró con una nueva incorporación. A la díada alcohólica y malhumorada se unió Ricardo, uno de los hijos de Arturo, un anciano esbelto y desdentado que hablaba desde el diafragma con la voz apagada del que padece insuficiencia cardio-respiratoria.

Ricardo arrastró su cara arrugada y maltrecha de pueblo hacia la barra. Con pose insolente, como la del que se cree alguien, se dispuso a tomar una cerveza y a compartir brabuconadas con los amiguetes del bar. Era un antisocial, un psicópata de los pies a la cabeza, un repugnante. No un Annibal Lechter de educadas formas y corteza olfatoria del tamaño del Camp Nou. No. El Sr. Lechter es una anomalía en el mundo de la psicopatía. Es una ficción por mucho que el Dr. Soria diga lo contrario. Ricardo era un impulsivo, bebedor, lapidador de bienes, un sin escrúpulos, un pegón, un desalmado y un perdido de la vida que sólo hacía que trabajar, beber y amenazar a su exmujer con una escopeta de cazador. Este es el antisocial o el psicópata que en lenguaje coloquial se le llama hijodelagranputaalejatedeél. Cuando ves a Annibal Lechter, no puedes evitar sentir cierta admiración por su omnipotencia, por sus gustos refinados y por su sentido del humor. Pero Ricardo era un vivo ejemplo de psicopatía y nada tenía que ver con el famoso personaje de Thomas Harris.

No recuerdo de que hablaron entre ellos porque para mi, por un buen rato, fueron poco más que un murmullo con picos de sonido evitables e innecesarios. Estaba centrado en mi lectura y sólo llamaron mi atención cuando Ricardo se sobresaltó porque Cándido, apartando la solapa de su camisa, divisó unas feas cicatrices recientes en su cuello.

Ricardo, reaccionó con despreció y, sin perder la calma y chulería, apartó las manos de Pedro con violencia de su camisa. Pedro, hombre extravertido, maleducado y berborreíco donde los haya, grito a los cuatro vientos: - ¡¿Te has follado al gato?!

Todos respondieron con una carcajada.




IV



Dicen que si lanzas una moneda perfecta infinitas veces la probabilidad para cada una de sus caras es del cincuenta por ciento. Cuántas más veces lances una moneda, más se aproximarán los resultados a su probabilidad teórica. Yo llevo muchos lanzamientos, multitud de sucesos independientes, y siempre he sido fiel a su mensaje quedando contenido sin perturbar mi entorno más inmediato. Años y años de cruz comedida y expectante siendo la moneda el amigo que te abrazaba por la espalda en una trifulca callejera.

Esta vez, la moneda no respetó los bordes de mi mesa y fue rodando y rodando sin indicios de desgaste o cansancio; rodando como un niño incansable en triciclo por los pasillos de tu casa. Pero fue Ricardo el que quiso detener su trayectoria, pisándola y aplastando su curso como si fuera una vulgar cucaracha.

Me agaché a recogerla y él apartó su bota roída y desgastada dejando entrever mi moneda brillante y reveladora. El Stavraton guiador - el que ha marcado el destino de muchos durante siglos - decidió que era hora de pasar a la acción, que era ese el momento de la verdad.

Sólo pude ver que uno de los ceniceros que estaba en la barra era de vidrio robusto y estaba limpio. Luego sólo recuerdo un alboroto que se apagó de repente. Mi cuerpo se anestesió y empezó a moverse a pesar de mi voluntad.

Yo mientras estuve en una casa que no conocía. Era un adosado con un patio que rodeaba parte del inmueble. Yo estaba en el comedor y sentía que era mi casa. Estaba repleta de gente que me ninguneaba mientras comía unos entrantes y bebían cerveza y refrescos. Estaba iluminado por una luz oblicua vespertina que entraban por las ventanas y daba al salón un aspecto angelical. Mientras los invitados charlaban, empecé a escuchar unos golpes secos, los golpes de un puño grande y anudado contra la puerta anexa a la salita del merecido reposo. Los golpes no cesaban y su frecuencia iba en aumento. Yo estaba angustiado y un frío sudor resbalaba por mis sienes empapando mis mejillas. Estaba angustiado porque cualquiera de los comensales podía preguntarme por sus orígenes; cualquiera de ellos podría perder todo decoro y curiosear por los espacios vetados de la casa.
Saqué fuerzas de flaqueza y pude agitar las manos en medio del tumulto de conocidos y espontáneos en frente del salón, y todos fueron desfilando hacia afuera, sorprendidos algunos de ellos y otros visiblemente contrariados. Cerré la puerta detrás de ellos y volví a la salita del merecido reposo, contigua a la puerta que estaba siendo aporreada.
Allí una mujer de pelo negro y denso que no pude ver en la fiesta se había acomodado en una de las butacas. Estaba a gusto pero temerosa por mi reacción. Sonriendo señaló a la puerta y me cogió de la mano. Olía a jazmín pero no era ella, era el aroma de la primavera andaluza que procedía del patio exterior. Me cogió la mano con su mano cálida, suave y honesta y me acercó a la puerta. Los golpes se aceleraban, se apresuraban como el que quiere entrar a casa en una noche fría y tempestuosa. Su violencia se acrecentaba y pude ver los nudillos deformando la puerta que creía de roble inglés. Pero no lo era, era de un material flexible: hecha de voces desgarradas, de briznas de hierba y de argamasa.
¡Pum Pum! – ¡Ábrela! - Me decía con su eterna sonrisa - ¡Pum Pum Pum! - ¡Ábrela o se romperá en mil pedazos! - Yo sudaba, mis manos temblaban - ¡Abrela! - Repetía haciendo el ademán de estar a punto de irse - ¡Ábrela! - Me decía su caduca presencia - ¡Ábrela, que te espera el porvenir pasado! - Decía ignorando lo que era un trastorno conversivo - ¡Ábrela! – Dijo cuando justo estaba abandonando la salita y el luego el inmueble - !A-bre-la! - acabó apostillando su voz desde la lejanía.

Ya solo en la habitación, apreté el abdomen como quien espera un fuerte golpe en el plexo solar. Con los sentidos embotados, posé mi mano en el pomo de la puerta y estaba helado, tan helado que mi mano se quedo pegada por efecto de una escarcha ártica y abrasiva...



*****


Recobré el sentido propioceptivo. Noté la presión atroz de una rodilla entre mis omóplatos, tan poderosa que pude escuchar con algunas de mi vértebras crujieron. Tensé mis músculos y decidí no moverme por miedo a provocarme lesiones medulares irreversibles.

Eché un vistazo a mi alrededor y estaba en suelo boca abajo, inmovilizado, con mi barbilla tocando el frío suelo del bar. A mi lado, pude ver el cenicero descantillado, casi partido, empapado de sangre grumosa. Más allá, tirado entre los taburetes del bar, pude ver lo que parecía ser el cuerpo inerte de Ricardo.

Una voz que no pude reconocer no paraba de decirme entre sollozos:

- ¿¡Qué has hecho, por Dios!? ¿¡Qué has hecho, por Dios bendito!?



V




Mi compañero me tiene miedo y respeto. Lleva muchos años en prisión y tiene varios delitos de sangre. Me dice que no es una persona que mate por matar, que él es capaz de amar y que se ha visto arrastrado a una vida de miserias donde matar le lleva a uno el pan a la boca. Tiene 45 años pero parece un anciano. Ha perdido parte de la dentadura y su piel está empercutida y amarillenta. No tenemos mucho en común, pero me teme, me respeta y le gusta jugar a ajedrez. Sabe mover las piezas pero es irreflexivo y es incapaz de comprender porque le ofrezco un peon en c4 en mi segundo movimiento. Intento explicarle que ofreciéndole el peón pierdo material pero gano el centro y un desarrollo fluido de mis piezas. Aun así, por más explicaciones que le dé, no entiende la lógica implícita del gámbito de Dama.

Me ha insinuado que quizás si poseyera mi moneda por un tiempo podría batirme en el tablero, pero cuando me vio la cara supo que su propuesta había sido del todo inadecuada.

No ha vuelto a pedírmela más porque en prisión, como en cualquier organización, hay un orden establecido, y yo he sido encasillado en el grupo de los que ya no tienen nada que perder.





Reclusión


VI


Mi día a día es cansino y molesto pero nadie se mete conmigo. Yo pensé que si entrabas en la cárcel, lo primero que hacían era reventarte el culo mientras te duchabas. Luego pillabas el SIDA y dejaban tu ego tan deteriorado que te veías empujado a ser la putita de algún chulo carcelario. Pero no me ha sucedido eso. De hecho, todos saben que le reventé el cráneo a un tío con un cenicero y eso al parecer impone. No sé como pudieron enterarse porque ni tan siquiera yo lo recuerdo.

Esto es como el patio del colegio: todos acaban formando grupos en función de sus intereses delictivos o lúdicos. Yo no tengo nada que ver con esta dinámica de grupos. Suelo sentarme con mi compañero de celda porque, entre cucharada de mierda y excrementos (aquí llamado comida), suelo jugar al ajedrez con él. Sigue sin aprender nada y ya da igual lo que mueva. Da igual si entramos en un Contragambito Albin, en una India de Rey o en una Karokan. Siempre pierde y acabo jugando contra mí mismo. Y lo odio, porque no hay nada peor que estar con uno mismo. Luego algún lumbreras suele sentarse con nosotros y darme conversación mientras mi compañero hace que piensa su siguiente movimiento.

La verdad es que me gustaría ser de esos personajes que tienen una revelación mística y acaban por reformarse y dar sentido pleno a sus vidas. Recuerdo que se hicieron estudios comparativos intentando buscar las variables para discernir entre los religiosos conversos verdaderos y los que sólo buscaban beneficios penitenciarios recitando como loros los pasajes de las Sagradas Escrituras. No recuerdo los resultados del estudio, pero en su día, me pareció interesante porque los hay que van con sotana y son unos auténticos cerdos y unos pedófilos y los hay, sin embargo, que desde el laicismo más absoluto hacen favores a destajo. Los hay a su vez, que son esquizofrénicos, con el tercer ventrículo del tamaño de una sandía y con delirios mesiánicos; los hay epilépticos que sin perder el juicio ven luces o escuchan voces; los hay que tienen migrañas y ven chiribitas en forma de virgen de la Macarena; los hay bipolares en fase maníaca que escuchan voces mientras tiran bombonas de butano por la ventana...

Creo que cuando acabas de deshacerte de todos los falsos positivos te queda un sólo iluminado; un mesías verdadero que realmente vio algo mientras escuchaba los ronquidos de su compañero de celda. Yo, lamentablemente, no le conozco... Pero me gustaría para que me explicara qué sentido tiene todo esto.

Mi compañero de celda se ha dormido y pueden escucharse susurros y ecos extraños más allá de los barrotes. En la oscuridad, he llegado a la conclusión de que he sido enviado aquí por error. Todo sistema tiene errores, desde Windows hasta el sistema judicial. Todo sistema tiene errores y por eso creo que mi vida ha sido toda un error, un tiempo baldío en un espacio que siempre he sentido extraño. Todo sistema tiene errores y el hacedor de almas, o el arcángel que se encarga de gestionar la caída de nuestras almas aquí en la Tierra debía estar ciego de tequila angelical el día que me enviaron aquí. Todo ha sido un error y por eso tengo la sensación persistente de ser un inadecuado. Y tengo miedo.



VII



Recuerdo los detalles en boca del fiscal el día que me cayeron 10 años. Los juicios son como un circo y mi abogado de oficio jugó a ser un tonto del culo. El fiscal, en cambio, jugó a reproducir con pelos y señales las lesiones de Ricardo. Entre el tonto del culo y las diapositivas en Powerpoint del fiscal yo desde luego tuve las de perder. Las fotografías eran horribles, y si yo realmente hice eso, no me cabe la menor duda de que estoy en el lugar que me corresponde. A veces me vienen las fotografías a la mente, normalmente cuando se apagan las luces de la penitienciaría. Cogieron instantáneas de Ricardo estando en el suelo, con la cara deformada, ensangrentada, con un notorio boquete en la parte occipital del cráneo y la consiguiente perdida de masa encefálica. El juez jugó a hacer justicia y pasó por alto mi incapacidad absoluta de recordar todo lo ocurrido. Imagino que cualquier criminal podría sostener algo como lo que dije para parecer inocente, o digno beneficario de alguna eximente del tipo que fuere. Por eso creo que el juez hizo simplemente su trabajo.

Hoy, sin embargo, he sonreído por primera vez en seis meses. He recibido una carta de los padres de Jéssica. Es la primera carta, la primera voz directa que viene del exterior.

Estimado Sr.

No sabemos si agradecerle lo que hizo. Sinceramente, no sabemos que sentir desde que perdimos a nuestra pequeña. Hemos llegado a la conclusión de que usted es un hombre santo que descubrió a ese desalmado e hizo justicia aquí en la Tierra, saltándose los procedimientos judiciales. No creemos en el ojo por ojo, pero su acción no puede ser leída como un acto de venganza primaria. Aquel enfermo ya había atacado a varias muchachas antes que a nuestra pequeña. La policía ha descubierto que aquel hombre tenía al parecer multitud de delitos sexuales que, después de lo sucedido, han salido a la luz. Por eso, no creemos que haya sido un ejemplo del ojo por ojo, porque estamos seguros de que aquel desalmado lo hubiera hecho de nuevo.

Cómo le he dicho, no sabemos que sentir, lo que si sabemos es que usted ha pagado para que aquel hombre no vuelva a hacer lo que hizo a otra pobre chica.

La gente en el pueblo no deja de hablar de usted: algunos lo consideran un héroe, otros un sádico y otros un loco, pero a nadie le ha pasado desapercibido lo que hizo.


No sabemos lo que sentir, pero si mi marido o yo podemos hacer algo para hacer de su vida más agradable, por favor, háganoslo saber. Nadie nos devolverá a nuestra pequeña. Nadie. Era una chica guapa y estudiosa y lo único que hizo mal fue trabajar hasta tarde para poder seguir con sus estudios.


Atentamente,

Sr. y Sra. Martínez Tamar


Me gustaría haberme sentido aliviado por las palabras de sus padres, sentir que lo que hice había tenido un sentido divino. Pero no fue así. Caer en la espiral del pensamiento mágico para justificar mi existencia nunca se me ha dado bien, y me alegro, porque no me gusta la sonrisa de los que se engañan a sí mismos. Yo no la quiero para mí porque se parece a la sonrisa de una mujer que cree quererte, que te mira con ojos de cordero degollado y encima cree tener posibilidades contigo. Y esa sonrisa me repele.

Por eso en mi replica, no quise entrar en disertaciones sobre la verdad de nuestras acciones inconscientes y, sobre todo, no quise fortalecer esa idea de que mi cuerpo se había convertido por unos instantes en una herramienta divina para impartir justicia en este mundo.

Mi replica fue funcional y directa: necesitaba tabaco y un flexo con una bombilla de 40 vatios. La oscuridad y el silencio siguen dándome miedo porque me obligan a quedarme conmigo mismo y no puedo conciliar el sueño. Si lo concilio, me aparecen las horribles imágenes del día del juicio y luego me despierto sobresaltado por una intensa y fría quemazón en la palma de mi mano. Es tan real que tengo que mirarme las manos al despertarme. Pero sólo puedo ver lo de siempre: la elipse del que aprieta una moneda con fuerza, la marca del Stravlon del siglo XIV.

Eso, desgraciadamente, no es ningún estigma.



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